Mi atolondramiento, unido a un subidón hormonal que tuve esa misma semana al tener el periodo, me mantuvo como una chica despistada, distraída y atontada todo el santo día. Seguro que tanto mi familia como mis amigas se dieron cuenta, aunque nadie me comentó nada. Este ridículo embobamiento se transformo en una especie de pánico cuando me di cuenta de que la semana se estaba ya casi acabando y que pronto sería sábado y volvería a encontrarme con Rafa. No estaba preparada para el enfrentamiento visual con él. No lo estaba. Estaba aterrada y casi con un ataque de histeria. Me sentí fatal y hasta me plantee no salir ese sábado. ¿Una actitud cobarde y pueril? Pues sí, pero no me sentía lo suficientemente madura y segura de mi misma como para afrontar una mirada de Rafa o una simple conversación.
Me carcomían las dudas acerca de salir o no salir. Por una parte mi orgullo me decía “¿vas a dejar que lo que pasó el fin de semana pasado con este tío te prive de pasar un finde guay con tus amigos y amigas?”, “¿te va a condicionar eso para no seguir con tu vida normal?”. Me acribillé a preguntas a mi misma y finalmente no tuve el suficiente coraje para salir y me quedé en casa argumentando que estaba enferma. En cierta manera era cierto. Estaba enferma de angustias, comeduras de tarro y pánico. Y para todo esto no había ninguna aspirina que me curase. Hice bien, pues solo necesitaba unos días más de reposo para tranquilizarme y volver a ser la de siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario