El diario de Noa: Capítulo 101º

Edu me preguntó: “En la cama de esta habitación podemos ir dejando las chaquetas y cazadoras que vaya trayendo la gente, ¿vale?”. A lo que yo respondí de forma totalmente subconsciente e irracional dejándome llevar estúpidamente (o quizás no tan estúpidamente) por mi estado de ensoñación bobalicona: “Sí, aunque esa cama para lo que sería ideal sería para hacerme la dormida y que tú jugases con mi ropa y las caricias”.  Nada más terminar de decirlo me invadió tal sensación de pudor, vergüenza y desasosiego que debí ruborizarme por completo y solo quise salir corriendo. Dios mío. ¿Cómo pude decir semejante barbaridad? ¿Cómo no me autocontrolé más? ¿Cómo no me paré un segundo a analizar lo que iba a salir de mi boca antes de solar semejante burrada? En mi vida he tenido más pudor y vergüenza. Si hubiera sido con cualquier chico ya hubiese sido la hostia. Pero encima se trataba de Edu, del mismísimo Edu, del tío que generó esa obsesión desde los 14 años y el causante de mis fantasías y movidas posteriores con Rafa. No me lo podía creer. Me avergonzaba de mi misma a unos extremos que son indescriptibles. Uno de esos momentos ridículos y avergonzantes de la vida que se dan una única vez.

Y encima el pobre Edu no dijo nada, se quedó flipado con la boca entreabierta, como asimilando, después de tantos años, que lo que pasó en mi cama con 14 y 15 años yo me había enterado de todo y que nunca estuve dormida. Su silencio me crispaba y me ponía todavía más nerviosa. Fueron unos segundos interminables de miradas atónitas y gran incomodidad. Juro que estuve a punto de salir corriendo y esperar fuera ansiosamente a que volvieran Salva y Jordi. No podía aguantar ni por un segundo más la vergüenza que estaba pasando y el estado atónito y flipado de Edu. Y justo, cuando estaba a punto de salir despavorida, Edu reaccionó de la forma más inesperada para mí: Me agarró con firmeza de la cintura, sus ojos soltaron chispas de ilusión, su cara cogió un color vivo de entusiasmo y me besó apasionadamente en los labios. Yo me quedé flipada, parada, alucinada. No pude ni abrazarle, no supe ni que hacer, no me lo podía creer. Me besó con ilusión, pasión, anhelo y unas ganas desmesuradas, con verdadero deseo, como si llevase siglos deseando hacerlo. Quizás tantos siglos como yo llevaba esperando y soñando con este momento. En nada tenía que ver esos besos con los que me dio en aquel frustrante e impersonal morreo a los 15 años, aquel era otro Edu totalmente distinto que disimuló mucho para no parecer en exceso muy ansioso. En cambio ahora se había abierto la caja de Pandora, estaba desatado, besándome, acariciándome y agarrándome con firmeza pero también con suavidad. No me lo podía creer. Estaba ocurriendo de verdad. Estaba pasando. Y, en cuanto asumí que estaba pasando de verdad, yo también empecé a besarle y a acariciarle con la misma pasión e ímpetu.

Juro que de verdad que en esos momentos fue como si no hubiese nada a alrededor, como si no estuviésemos en el chalet. Sé que suena extremadamente cursi y hortera decir esto, pero era como si estuviésemos en el cielo, pues yo no veía nada más que los ojos de Edu, su cara y como acariciaba su cuerpo. Y estaba pasando de verdad. Y, con lo que más disfrutaba, es que él también se mostraba igual de dichoso, gozoso y ensimismado por poder acariciarme y besarme. Debió darme toneladas de besos. Nos unimos en una sola persona. Fue muchísimo mejor de lo que nunca me plantee ni imaginé. Bueno, sinceramente, nunca me plantee ni imaginé que llegase el día que me acabara enrollando con Edu. Lo veía tan improbable e inconcebible que no gastaba ni una sola de mis neuronas en planteármelo. Pero sí que estaba pasando. Sí que estaba ocurriendo y sí que estaba siendo totalmente real. Un momento memorable e inolvidable. Algo que me acompañaría ya para siempre el resto de mi vida. El momento más álgido de mi vida adolescente. El cenit de mi vida púber y el momento más glorioso e intenso que una podría concebir. Es absurdo seguir intentando describirlo aquí, pues cualquier calificativo en grado superlativo se quedaría corto, y es que hay cosas que es mejor sentirlas más que describirlas o leerlas.

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