Como es de imaginar, durante el trayecto al chalet apenas dijimos nada, de hecho de lo poco que conversamos fue de temas tan triviales (y poco interesantes para ambos) como comentarios sobre el desarrollo de la parrillada/fiesta del día anterior. Eran conversaciones para matar el tiempo y sin interés, pero sumamente necesarias para mantener nuestras mentes ocupadas y así no sentirnos incómodos o violentos por todo lo que estaba pasando. El nerviosismo se mascaba en el ambiente, era palpable, tanto en él como en mí. Y solo deseaba que llegásemos de una vez al chalet para acabar de una vez por todas con esta agonía de espera tan inhumana. Y es que las hormonas adolescentes, tanto a él como a mí, nos estaban devorando y se estaban desatando mucho más vertiginosamente de lo que yo al menos esperaba. Ambos sabíamos que faltaba muy poco para que el anhelo y el ansia mutua del uno por el otro se viese complacida. Por fin llegamos allí y nos bajamos del coche. Yo abrí la puerta del chalet y entramos. Y, a partir de ahí, ya los nervios de ambos desaparecieron y simplemente nos dejamos llevar por nuestro instinto más primario, natural y emocional.
Si he de ser honesta no tengo ni la más remota idea de quién de los dos empezó. Quién dio el primer paso. No lo sé. Pues fue todo muy rápido e intenso, supongo que ambos a la vez nos lanzamos pero no puedo recordar quién tuvo la iniciativa original. ¿Y qué más daba? Lo importante es que nos estábamos besando. Nos besábamos en los labios de forma suave, dulce y cariñosa mientras nos agarrábamos de la cintura. Eran besos llenos de sentimientos, se notaba que había pasión en ellos, así como mucho deseo y frustración contenida que ahora empezaba a fluir poco a poco. Antes de que me diera cuenta le estaba acariciando el pelo mientras le besaba, y él hizo lo mismo conmigo. Era la unión de dos personas muy necesitadas la una de la otra. La conjunción perfecta entre un chico y una chica que se deseaban, anhelaban y querían. Y, aunque la espera fue demasiado larga, creo que llegó justo en el momento adecuado. ¿Hubiera tenido sentido hacer todo esto a los 14, 15 ó 16 años? Pues no, no hubiera sido igual. El habernos hecho sufrir mutuamente durante esos años hacía que ahora fuese mucho más gozoso, placentero y satisfactorio. Era el momento perfecto. El momento de desatarse y desencadenarse todo lo acumulado, tanto emocional como físicamente, en aquellos años adolescentes. Y vaya que si se iba a desencadenar. Más de lo que nunca puede imaginar ni desear.
Los besos a mis labios dejaron paso a unos besos mucho más sensuales y carnales al empezar a darlos por mi cuello. No voy a malgastar palabras en describir los escalofríos que eso me produjo, sobre todo por la satisfacción psicológica de que era Edu, el mismísimo Edu, el que los estaba dando. Edu y yo. Por fin Edu y yo enfrascados en besos apasionados por mi cuello. El sueño se estaba haciendo realidad. Quizás unas semanas antes jamás hubiera reconocido que ese era mi gran sueño, pero en ese momento ya no tenía ningún reparo en declamar al mundo entero que mi mayor anhelo estaba cobrando forma por fin. De repente, de forma algo brusca, Edu me giró y se colocó detrás mía para darme besos en el cuello por detrás, apartando mi pelo con cariño y suavidad, mientras hacía unos chupetones que proporcionaban un placer indescriptible. Se notaba que estaba disfrutando tanto como yo. Se notaba en cómo respiraba o en sus movimientos, estaba gozando el momento (tantas veces imaginado) paso a paso, segundo a segundo. Mientras me besaba por detrás me empezó a acariciar la tripa por encima del chaleco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario