Mucho habían cambiado las caricias de Edu desde que jugó con mi jersey y mi camisa allá a los 15 años con las caricias que me regalaba ahora. A los 15 años fue torpe, brusco, nervioso, precipitado y ansioso. En cambio ahora todo era saborear el momento con lentitud, pausa y regodeándose con su mano sobre mis pechos, acariciándolos cada vez más fuerte e intensamente, con más pasión y entrega, como si hubiese estado madurando y reflexionando durante mucho tiempo cómo deseaba tocarme y cómo deseaba disfrutar de mí, y yo de él, en todo su esplendor. De repente, me giró bruscamente y me colocó frente a él. No hubo nada. Ni tan siquiera un beso. Solo nuestros silencios, nuestras miradas cruzándose, nuestra respiración que casi inspiraba al mismo tiempo y, sobre todo, el brillo en nuestros ojos siendo conscientes de que estaba ocurriendo un hecho histórico, algo largamente planeado y meditado que por fin iba a consumarse. Por fin todas las máscaras de indiferencia se vendrían abajo y por fin seríamos honestos el uno con el otro. No podía ser, por tanto, más histórico y esencial dicho momento. El largo silencio del uno frente al otro fue roto finalmente por un beso apasionado en los labios (nuevamente no puedo recordar quién se lanzó a besar a quién, aunque me inclino a pensar que fuimos los dos a la vez).
A partir de ese momento no sabría describir el orden en que se fueron desarrollando los acontecimientos, pues todo fue muy rápido, pasional y visceral, lo que me provocó una ceguera total de mis sentidos dejándome llevar por la emoción del momento. Todo fue una sucesión de sentimientos y mucha agitación, vibración, desconcierto y un deseo indescriptible por tocarnos el uno al otro. Al mismo tiempo nos fuimos moviendo muy bruscamente por todo el chalet, chocándonos continuamente contra las paredes. Cada vez que nos chocábamos contra una nueva pared nos besábamos y tocábamos con más fuerza, casi con violencia, con una hosquedad y rudeza muy beligerante pero muy placentera al mismo tiempo. Era como estar haciendo al mismo tiempo el amor y la guerra, era como una lucha por controlar nuestra pasión mutua y por darle salida. Es incontable la de veces que nos paramos y chocamos contra las paredes, y cada una de esas colisiones era un nuevo arrebato de deseo, anhelo y fiereza sexual del uno contra el otro.
Nuestras caricias fueron tomando un rumbo cada vez más erótico y sensual, pues ambos nos acariciamos ya el culo por encima del pantalón y casi al mismo tiempo él empezó a sacarme la camiseta por fuera mientras yo le desabrochaba su camisa. Esto nos hizo ser incluso un poco más violento y bruscos, parecía como si nos fuéramos a destrozar la ropa. Aunque a mí en ese momento, cegada, embriaga y sugestionada por la situación no me hubiese importado, pues no era ya racional y la sensatez hacía ya muchos minutos que me había abandonado. Por lo que me dejé llevar y solo quería disfrutar cada segundo que durase todo esto. Intenté quitarle la camisa, pero fui incapaz, pues a pesar de estar completamente desabrochada no dejaba de moverse y de actualmente visceralmente. Más habilidad tuvo él, pues consiguió quitarme del todo el chaleco y lo tiró lo más lejos que pudo con rabia, fuerza y entusiasmo. Las caricias en mis pechos por encima de mi camiseta se intensificaron, al igual que los tocamientos en mi culo. Yo no quería despegarme de él, quería fundirme con él y ser un único ser para así calmar de una vez todo este deseo sexual. Un deseo sexual alimentado durante muchos años a fuego muy lento que ahora se desbordaba por todos lados de tanto haberlo tenido hibernando.
A partir de ese momento no sabría describir el orden en que se fueron desarrollando los acontecimientos, pues todo fue muy rápido, pasional y visceral, lo que me provocó una ceguera total de mis sentidos dejándome llevar por la emoción del momento. Todo fue una sucesión de sentimientos y mucha agitación, vibración, desconcierto y un deseo indescriptible por tocarnos el uno al otro. Al mismo tiempo nos fuimos moviendo muy bruscamente por todo el chalet, chocándonos continuamente contra las paredes. Cada vez que nos chocábamos contra una nueva pared nos besábamos y tocábamos con más fuerza, casi con violencia, con una hosquedad y rudeza muy beligerante pero muy placentera al mismo tiempo. Era como estar haciendo al mismo tiempo el amor y la guerra, era como una lucha por controlar nuestra pasión mutua y por darle salida. Es incontable la de veces que nos paramos y chocamos contra las paredes, y cada una de esas colisiones era un nuevo arrebato de deseo, anhelo y fiereza sexual del uno contra el otro.
Nuestras caricias fueron tomando un rumbo cada vez más erótico y sensual, pues ambos nos acariciamos ya el culo por encima del pantalón y casi al mismo tiempo él empezó a sacarme la camiseta por fuera mientras yo le desabrochaba su camisa. Esto nos hizo ser incluso un poco más violento y bruscos, parecía como si nos fuéramos a destrozar la ropa. Aunque a mí en ese momento, cegada, embriaga y sugestionada por la situación no me hubiese importado, pues no era ya racional y la sensatez hacía ya muchos minutos que me había abandonado. Por lo que me dejé llevar y solo quería disfrutar cada segundo que durase todo esto. Intenté quitarle la camisa, pero fui incapaz, pues a pesar de estar completamente desabrochada no dejaba de moverse y de actualmente visceralmente. Más habilidad tuvo él, pues consiguió quitarme del todo el chaleco y lo tiró lo más lejos que pudo con rabia, fuerza y entusiasmo. Las caricias en mis pechos por encima de mi camiseta se intensificaron, al igual que los tocamientos en mi culo. Yo no quería despegarme de él, quería fundirme con él y ser un único ser para así calmar de una vez todo este deseo sexual. Un deseo sexual alimentado durante muchos años a fuego muy lento que ahora se desbordaba por todos lados de tanto haberlo tenido hibernando.
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