Dado que había despertado su interés, y que el efecto fetichista de las camisas le había encandilado, traté de echar más leña al fuego para potenciar el morbo de la situación en el probador. Por lo que dije: “¿te gusta de verdad cómo me queda?”. No me respondió. En vez de responderme se colocó detrás de mí y me empujó contra el cristal del probador. Colocó sus manos en mis pechos y empezó a acariciarme por encima de la camisa. Solo dijo una frase: “joder, con esta camisa yo creo que estás más guapa que con cualquier otra ropa tuya”. Nada más terminar esa frase se volvió extremadamente violento y vehemente. Me bajó con ímpetu el pantalón y el tanga que llevaba. Yo no quería eso. Quería excitarle en el probador pero que no pasásemos a algo mayor, que fuese todo light y nada de sexo. Trate de decir algo, pero Rafa me tapó la boca con la mano y sin ninguna consideración ni delicadeza empezó a penetrarte en la posición del perrito. Y encima sin preservativo. Desde que habíamos empezado a practicar sexo, salvo el primer día, habíamos utilizado siempre condón y no me hacía ninguna gracia que no lo usase. Me embistió salvajemente contra el espejo una y otra vez. Y yo no lo disfruté, porque por una parte quería hacer el menor ruido posible para que no nos oyesen en el probador, y por otra no me gustaba que fuera tan violento y salvaje yendo directamente al grano.
De repente sacó bruscamente su pene de dentro de mí y me ordenó tajantemente: “venga, quítate esa camisa y ponte la otra”. Tuve unas ganas locas de mandarle a la mierda pues no me gustaba recibir ninguna orden de nadie, ni tampoco que fuera tan bestia y tan poco delicado. Habíamos perdido completamente el morbo de ir poco a poco y de jugar con la ropa. Se suponía que esto del probador era para que jugase y fantasease con la ropa que me estaba probando y no para practicar sexo a lo bestia sin tacto. Rafa se volvió más imperativo y volvió a decir: “venga, ponte la otra camisa”. No sé porqué le obedecí. Sinceramente no lo sé. Me quite la camisa a rayas y me puse la otra camisa (era de color rosa claro tirando a blanco) y en cuanto me la puse Rafa no me dio ni un respiro. Pues me cogió, esta vez por delante, me alzó con sus brazos, y me penetró por delante con la misma brusquedad, violencia y fuerza que antes. No sé como sus brazos podían sostenerme y aguantar todo mi peso, pues aunque a los 17 años estaba delgada sí que ya era bastante alta. Eso no pareció disuadirle, pues me penetró una y otra vez. Qué diferente era todo esto de todo lo que yo me había imaginado. Cierto que estaba disfrutando con el sexo, a pesar de la violencia de sus actos me proporcionaba mucho placer y gozo, pero yo además de eso quería el morbo fetichista de las camisas que me estaba probando. ¿Qué diferencia había entonces con lo del gimnasio si me estaba penetrando exactamente igual sin ningún morbo añadido?
Aunque los polvos que me echó fueron muy intensos se caracterizaron por su brevedad, poco menos de 5 minutos con cada una de las camisas. Supongo que era por responsabilidad y porque sabía que si seguía dándole al tema acabaría corriéndose y eso era un riesgo impresionante al hacerlo sin preservativo. Una vez que salimos del probador me dijo: “¿te vas a comprar las dos camisas?”. Yo le contenté que no, que aún quedaban muchas tiendas por ver y mucha ropa por la cuál decidirme. Y en ese momento él fue tajante: “me da igual que vayamos a más tiendas. Estás buenísima con estas dos camisas y te las vas a comprar. Estas te las regalo yo. No se hable más. Me encantará regalártelas”. Le dijo que no, que ni hablar. No iba a permitir que me regalase nada y menos unas camisas caras de Ralph Lauren. Eso sería como confirmar que éramos novios y, aunque no sabía exactamente lo que éramos Rafa y yo, lo que sí tenía claro es que no éramos novios formales. Pero no me hizo ni puto caso, cogió ambas camisas y se fue corriendo hacía la caja. Antes de que pudiera alcanzarle ya estaba pagándolas. Él me sonrió: “tranquila, queda mucha tarde, las siguientes las pagas tú. Además, nos quedan muchos probadores todavía”. No me hizo nada de gracia ese comentario. Me sentí ofendida. Me sentí como una puta a la que pagaban por sus servicios y que debía seguir ofreciendo esos servicios sexuales. Me cabree tanto que ni siquiera cogí la bolsa y me fui de allí diciéndole a Rafa: “No quiero volver a saber nada más de ti. No vuelvas a llamarme para nada. No quiero volver a verte”. La última imagen que tuve de él fue con la bolsa de la compra en la mano en la puerta de la tienda mientras yo me alejaba enojada al máximo.
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