Yo, en aquellos días de Noviembre, no hacía más que en pensar en la cara de frustración, deseo y ansia del novio de la chica de la sudadera violeta. Yo quería tener eso. Yo necesitaba eso. Necesitaba que mi mente se motivase y se animase con esa sensación de deseo sexual no resuelto y muy contenido en los chicos. Pero claro, la cuestión era ¿dónde encontrar un chico que aceptase y se contentase con solo una relación así basada en la contención y en el celibato total en todos los sentidos? Eso era imposible, pues todos los chicos de la pandilla, y los que conocía también fuera de la pandilla, tenían ya 17, 18 ó 19 años, y a esas edades el fervor adolescente los tenía a todos locos con las hormonas y las feromonas revolucionadas. Puede que antes de los 17 pudiera conseguir que alguno se contentase con las migajas de las castas y puras caricias, pero a estas edades era ya muy difícil que no quisieran llegar a más. Por unos días me estuve planteando proponérselo a Dani, pues a pesar de que habían pasado ya más de 2 años desde nuestra virginal relación aún seguía siendo el mismo, es decir, un encanto de chaval tímido, muy caballeroso, virgen, buenito, correcto, honesto, educado, íntegro, generoso y complaciente. Y, lo que era más evidente, seguía totalmente enamorado de mí a pesar de los años transcurridos.
Dani era el candidato ideal, pues nunca se sobrepasaría y nunca haría nada censurable, y si yo desde el principio le dejaba claro que no iba a ni siquiera tocarme los pechos por encima de la ropa él lo aceptaría sin problemas. Sabría respetar las normas y las reglas que le impusiera, y así podría yo tener también lo mismo que la chica de la sudadera violeta, es decir, un novio al lado constantemente empalmado, frustrado y con un deseo sexual brutal no liberado en ningún momento ni tan siquiera con simples caricias por encima de la ropa. Pero de repente tome conciencia de lo que estaba pensando y recapacité pues me pareció muy cruel para el bueno de Dani. No me importaba hacerle eso a ningún otro chico, pero Dani siempre se había portado conmigo (y bueno, con toda la humanidad) de maravilla. Era un tío estupendo y un chaval encantador, cuyo gran defecto era seguir siendo tan introvertido, sumiso y tímido. Por eso de repente me avergoncé de pensar en hacerle eso pues era la última persona en el mundo que no se lo merecía. Y de hecho, siempre ha sido una persona por la que he tenido gran aprecio y, cuando años después, se echó una novia formal fui la primera en alegrarme por él.
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