Sinceramente no me anduve por las ramas, porque lo hice muy rápido, quería acabar cuanto antes con este trámite. Por lo que le desabroché el botón del vaquero, le bajé la cremallera y con gran rapidez se lo bajé bastante, casi hasta las rodillas. Como era previsible, la enorme erección del pene se mostró en todo su esplendor dentro del calzoncillos que llevaba. Parecía como si fuera a explotar ese calzoncillo. No podría asegurarlo, pero juraría que incluso tenía el pene más grande que Rafa, aunque lógicamente no podía saberlo (ni tampoco quería hacer comparativas de ese tipo). Parece que eso le tranquilizó bastante, pues el tono de su voz bajó mucho y de forma muy suave y casi dulce llegó a decir: “Bien, muy bien, gracias, muy bien”. Y, segundos después, volvió a hablar en ese tono suave, sensual y delicado, aunque lo que dijo no fue en absoluto delicado: “Bien, ahora continua siendo una buena chica y bájame el calzoncillos, hazlo, por favor”. A mí eso no me hacía la menor gracia, eso no tenía nada de morbo ni de fetichismo, y no me proporcionaba ningún placer ni satisfacción. Me tenía ya harta con esta fantasía y quería finiquitarla de una vez, y, justo, cuando iba a incorporarme para dejar de estar arrodillada, él me cogió del cuello de la camisa y me dijo: “Venga, hazlo de una puta vez, joder, hazlo”. El verme de nuevo zarandeada por el cuello de la camisa me excitó de nuevo y aportó mucho más morbo a todo. En cierto modo, esta fantasía sexual de sumisión tenía su encanto siempre que él utilizase mi ropa para agitarme para reaccionar. Me producía eso cierto estremecimiento difícil de explicar.
Por lo que sin dilación cogí su calzoncillo y se lo baje del todo. Su enorme pene saltó como si estuviese sujetado y de repente se liberase de todas sus cadenas. Fue una liberación total. Tenía la erección más grande que yo podría concebir e imaginar. Como si todo el deseo sexual del mundo entero estuviese contenido en ese pene erecto y firme como un mástil. David bajó la cabeza y se lo miró con orgullo, como si llevase años sin vérselo y saliese por fin a la luz tras un cautiverio que había durado demasiado. No hacía más mirarse el pene a sí mismo. Estaba como asombrado y orgulloso, como si nunca lo hubiese llegado a tener así de erecto y grande. Pero, sobre todo, se sentía satisfecho de mostrármelo a mí, de exhibirlo a pocos centímetros de mi cara. Casi tartamudeando me ordenó: “por favor, cómemela, cómemela con ganas”. Por supuesto que no le hice caso. Una cosa es que a través del chat hubiese creado y desarrollado el personaje de una ninfómana sumisa dispuesta a todo, y otra cosa muy distinta era que en la vida real jamás haría una felación a un chico. Eso nunca. Me daba asco solo de pensarlo. Por lo que obvié totalmente su ruego. Él volvió a insistir con voz lenta, pausada y suplicante: “por favor, cométela, por favor”, como si la vida le fuese en ello. Yo miré hacía arriba y le dije: “No. Olvídate de eso”. Él se acercó más hacía mí hasta que su pene tocó mis labios, pero yo canteé la cara y lo esquive. Eso me cabreó. Ya había dejado muy claro que eso no lo iba a hacer. Por lo que me incorporé para dejar de estar de rodillas. Ya estaba harta de tanta humillación y sumisión.
Mi comportamiento le cabreó muchísimo. Su cara cambió de tonalidad y se enfureció de nuevo. Durante unos minutos había estado dulce y suplicante, pero al ver que no le seguía el juego volví a desatar a la bestia que llevaba dentro. Me gritó: “Tú harás lo que yo te diga, hazlo”. El tono agresivo de su voz me asustó tanto que no supe cómo reaccionar. Por lo que solo dije: “vale, pero eso no, por favor, eso no”. Mi ruego le calmó un poco. Le apaciguó y volvió a mostrarse sensible y dulce, aunque estaba tan excitadísimo que a veces se bloqueaba y respondía con brusquedad. Por lo que me con delicadeza me empezó a besar en los labios mientras acercaba su cuerpo al mío. Su erección no menguaba nunca. Seguía intacta como el primer instante. Habían pasado muchísimos minutos y ahí seguía sin bajar. De repente me susurró al oído como quien revela un secreto: “Vaya que sí vas a hacer muchas cosas hoy. Vaya que sí me vas a compensar. Vaya que sí”. Y antes de que me diera cuenta cogió mi mano y se la colocó en su pene. Me volvió a susurrar: “Venga, hazme feliz. Tú puedes hacerlo. Házmelo. Necesito que me lo hagas”. Yo no hice nada. Ese rollo de sumisa no me iba en la vida real. Es más, lo odiaba. Y le dije: “Que no, joder, venga tío, vámonos de aquí”. Jamás debí ser tan tajante, pues eso fue lo que desencadenó del todo su deseo sexual acumulado y la tremenda tensión sexual que tenía dentro de sí desde hacía tantísimas semanas.
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