El diario de Noa: Capítulo 184º

Me acuerdo perfectamente cuando ocurrió ese cambio. Acababa de salir de la ducha. Me puse el albornoz y me miré en el espejo. Me contemplé en el reflejo durante unos segundos y me pregunté: “¿Qué sentido tiene seguir vistiendo en plan pija, clásica y elegante si jamás voy a conseguir a un chico que valore el factor fetichista de todo esto? ¿Qué sentido tiene el vestir así si los chicos jamás sabrán apreciarlo y saborearlo como se merece pues lo único que desean es ir directamente al grano?”. Esta reflexión me deprimió profundamente y fue la causante de que me abandonase completamente en el modo de vestir y me dejase influir por la moda de mis amigas. Me estaba traicionando a mi misma, pero estaba tan de bajón y decepcionada con todo que no me apetecía emplear ni un solo segundo es vestirme como antes y en ser la de antes. Por lo que durante muchas semanas fui la persona menos elegante del mundo y me entregué a un estilo hippy que nada tenía que ver conmigo. Afortunadamente este periodo iba a durar poco pues pronto entre Iñigo y yo iba a surgir una simbiosis asombrosa que me iba a revitalizar, ilusionarme y entusiasmarme más que nunca.

Si entre toda la gente que conocía, ya fuese en profundidad o solo superficialmente, tuviese que escoger a la persona que más sabía de moda y que más estilo y elegancia siempre ha demostrado ese es, sin duda, Iñigo. En parte influido, claro está, porque su padre está muy metido de lleno en este mundo y desde niño ha vivido rodeado de toda la fascinación que causa o puede causar las prendas de vestir. Iñigo y yo nos conocíamos desde hacía ya bastante tiempo. Yo era amiga de su novia Pilar y fue ella la que nos presentó. En cierta manera ellos dos eran la pareja perfecta, pues ambos se compenetraban muy bien y trabajaban profesionalmente en la moda desde los 16 años más o menos (en aquel momento él tenía 20 años y ella unos 18). Ambos sabían vestir muy bien, les gustaba la moda, les gustaba el mundo de las sesiones de fotos y estaban muy involucrados profesionalmente en ello, aunque, por supuesto, compaginaban su vida profesional como modelos con los estudios en el bachillerato o en la Carrera.

No sabría decir qué día exacto Iñigo me influenció y me hizo pensar, supongo que sería principios de Enero, lo que sí sé que fue lo que me dijo para cautivarme. Estábamos en un bar tomando algo los tres (Pilar, él y yo), y en un momento que Pilar se fue al servicio él me comentó: “Deberías dedicarte también a la moda, eres guapa, alta, elegante y tienes estilo. Aún me acuerdo del año pasado lo guapa que estabas con un jersey amarillo y una camisa blanca, estabas monísima”. Eso me descolocó un poco. Me hizo recapacitar. Y de repente me sentí tremendamente avergonzada de vestir en plan hippy, informal o underground. Que Iñigo me recordase lo mona que iba siempre con un simple jersey y una simple camisa me hizo darme cuenta que ese era el estilo que mejor me quedaba. Un estilo clásico, elegante y un poco pijo. ¿Qué demonios importaba que ningún chico supiera apreciar el morbo fetichista de vestir así? ¿Qué diablos importaba que los chicos jamás repararan en mi ropa y les diera morbo? Yo debía vestirme para mí misma. Para gustarme a mi misma y no a los chicos. Si los chicos eran tan sumamente banales, simplones y estúpidos de no valorarlo entonces ese era su problema, no el mío. De repente me entraron unas ganas locas de irme a casa corriendo a vestirme con ese tipo de ropa que hacía ya un mes que no tocaba. A jubilar de una vez esta desdeñosa ropa hippy que nunca me acabó de gustar. Estaba alegre y feliz de darme cuenta que era lo que realmente quería y deseaba.

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