Mi siguiente cita con Iñigo fue un poco, cómo lo diría, avergonzante, pues de repente me di cuenta de todo lo que le había contado y confesado a Iñigo en esa noche etílica. Le había contado mis secretos más profundos y morbosos y ahora él conocías mis interioridades hasta mi más íntimo secreto. Por supuesto nunca le di los nombres de nadie y, aunque tampoco era muy difícil identificarlos, fue todo en plan muy anónimo y privado. Por un momento me sentí como una niña pequeña colorada por el pudor y algo abochornada de cómo se había enterado de cosas que jamás antes había contado a nadie (y que jamás volvería a contar a nadie más). Cierto era que él también me contó sus secretos más inconfesables por lo que en cierta manera estábamos empatados, pero eso no conseguía mermar esa sensación de pudor, vergüenza y acaloramiento que sentía ahora al tenerle otra vez cara a cara. De todos modos Iñigo siempre tuvo la virtud de quitar hierro al asunto y a tranquilizarme, por lo que enseguida dejé de sentirme incómoda por ello. Aunque lo cierto es que enseguida sacó el tema de las conversaciones el día anterior, aunque lo hizo de un modo tan distendido, ameno y natural que no me avergoncé de volver a recordarlo.
Eso sí, sin lugar a dudas, Iñigo ha sido el chico más morboso y fantasioso que he conocido nunca, pues enseguida en sus conversaciones volvieron a salir temas sensuales, morbosos y muy íntimos que quería hablar conmigo. En parte, Iñigo era mi complemente ideal, pues yo siempre fui, desde los 14 años, terriblemente morbosa, fetichista y fantasiosa como él, con la salvedad, claro está, que a mí siempre me había gustado todo en plan muy light y que las fantasías o historias que llevaba a cabo eran en cierta forma muy morbosas pero inocentes y nada fuertes. De hecho, con las dos únicas personas que hasta ese momento había tenido relaciones sexuales completas habían sido solo con Edu y con Rafa, es decir, lo normal en una chica de mi edad, aunque antes hubiese jugado mucho a los jueguecitos y situaciones sensuales y morbosas sobre todo relacionadas con el fetichismo de la ropa. Pero no fue precisamente del fetichismo de la ropa (del cual Iñigo también era un forofo) de lo que hablamos aquella tarde invernal en el bar que quedamos.
Porque Iñigo solo quiso tratar dos temas muy sensuales que quería preguntarme. Uno fue muy directo que hasta incluso me molestó un poco por el poco tacto que tuvo al preguntármelo. Sus palabras más o menos fueron: “Oye, por todo lo que me has contado ayer queda claro que nunca has hecho una felación y que tampoco te han hecho ninguna a ti, ¿verdad?”. Yo fui cortante en mi respuesta: “Pues no, claro que no, eso nunca, ni hablar” y, aunque algunas veces, tal y como ya se ha contado en todo lo que llevo escrito, Rafa o David pasaron su pene por mis labios yo lo esquivé siempre porque era algo que me repugnaba y asqueaba, algo que ni me planteaba y que para mí no tenía nada que ver con las fantasías o con las relaciones sexuales. Iñigo se quedó como un poco contrariado y solo me dijo: “Ah, bueno, pues no sabes lo que te pierdes, porque si te lo hacen bien es una auténtica maravilla que te puede hacer ver las estrellas. Si yo te lo hiciera te haría gozar tantísimo que no te lo creerías, te haría alcanzar tales cotas de disfrute, gozo y satisfacción sexual solo con eso que fliparías. Pocas cosas hay más placenteras y gozosas que una buena mamada. Te lo puedo asegurar”. Me molestó todo eso que me dijo. Todavía no nos habíamos acostado juntos ni una vez (de hecho, todavía no nos habíamos desnudado ni vistos desnudos el uno al otro ni una sola vez) para decirme con tanta osadía y descaro lo de las mamadas y felaciones. Me cabreó un poco todo esto.
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