El diario de Noa: Capítulo 216º

Por lo que durante tres largos días no hubo llamadas de teléfono entre ambos. Es más, empleé ese tiempo para quedar con mis amigas y olvidarme momentáneamente de Iñigo. Al cabo del tercer día, que era viernes, ya le llamé para hablar. Nuevamente quedamos en la misma cafetería y, nuevamente, dejé que se volviera a disculpar, justificar y a suplicar para que volviéramos. Yo me mantuve distante, fría y seria todo el rato. Finalmente, de un modo indiferente, acepté a sus pretensiones pero sin dejar de lado mi expresión distante. Le maticé: “Eso sí, poco a poco. Tenemos que ir poco a poco”. Él asintió sonriendo. Su cara se volvió feliz y de repente recobró el entusiasmo y la ilusión que siempre le caracterizó. Bueno, también recobró la belleza de sus ojos y de su rostro el cual andaba muy apagado desde el incidente del ascensor. Por lo que durante los siguientes días nuestra relación pasó a ser muy light, es más, solo besos y achuchones, nada de acostarnos y mucho menos llegar a cabo sus fantasías con la ropa y demás. Además, justo esos días fue cuando tuve las pruebas para la Agencia de Azafatas y Eventos y para ser figurante en un anuncio, por lo que mi atención estuvo muy centrada en ello.

Tampoco es que su ayuno sexual fuese una condena porque al cabo justo de una semana decidí levantar el castigo y volver a decirle qué podíamos volver a nuestras fantasías de siempre. Eso sí, quise mostrárselo con los hechos, no con las palabras, para que así fuese una sorpresa mayor. Por lo que le volví a pedir prestada la dichosa camisa azul a Jessica y me la volví a poner. Me puse el abrigo encima y quedé con Iñigo en el portal de mi casa. Al llegar allí seguía en su actitud sumisa, obediente y caballerosa de no darme más que un casto beso en los labios, pero yo le dije: “Un segundo, que se me ha olvidado el bolso en mi habitación, venga, acompáñame”. Nos montamos en el ascensor y empezamos a subir, y justo en ese momento yo paré el ascensor y me abrí el abrigo para que me viera con esa camisa. Los ojos de Iñigo se pusieron como platos, repletos de alegría, morbo y deseo, no solo por el morbo fetichista de la camisa, sino porque comprendió perfectamente que por fin que nuestro celibato había acabado y que el castigo por su mal comportamiento terminó al fin. No dijo nada. Solo me miró. Volví a darle al botón del ascensor y llegamos a mi piso.


Entramos en mi cuarto y yo agarré sus manos y las coloqué en mis pechos por encima de la camisa. Él empezó muy tímidamente a acariciarme, de forma nerviosa y apocada, como si tuviera 14 años en vez de los 20 que tenía, pero enseguida ya me acarició con firmeza, confianza, dedicación y fuerza, tanto que incluso hasta me desprendió un poco la camisa por fuera del pantalón. Le dio un subidón total. Su rostro era pura alegría. Se notaba que lo necesitaba tanto como el aire que respiraba. Quería que le quedase claro que esto era solo un anticipo y solo la demostración que el enfado (y la consecuente condena de abstinencia sexual) ya no se volvería a repetir. Por lo que le cogí de la mano y le dije: “Venga, vámonos a tomar algo por ahí”. Él sonrió, no hizo falta decir más, ambos sabíamos que a partir de ese momento íbamos a retornar a nuestras fantasías morbosas, y, si soy sincera, yo ya lo deseaba tanto como él.

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